– ¿Qué te parece este? M. empezaba a perder la paciencia. No les quedaba ninguna tienda por visitar y el día no acompañaba nada. No habían cogido el paraguas porque era un engorro y porque L. decía que le impedía saltar en los charcos con sus nuevas catiuscas rojas.
No comprendía por qué tenían que perder toda la tarde del sábado recorriendo tiendas para comprar un insignificante albornoz. ¡Con lo bien que se estaba en casa!
– ¡Venga, que ya queda menos!
L. se empleó a fondo para que su acompañante no se viniera abajo. Pero le estaba resultando más complicado que de costumbre.
Pero no podían rendirse ahora y llegar a casa con cualquier cosa. M. no llegaba a entender la soledad que había tenido que soportar el albornoz de L. Había pasado tanto tiempo colgando solo en el perchero, que necesitaba encontrarle un compañero a su altura, con el cual compartir las horas muertas.
Ahora, los aburridos centrifugados de lavadora, entre toallas inertes, serían un divertido juego de pilla pilla, que culminaría en un abrazo enredado de algodón 100%.
– ¡Este M.! ¡Cómprate este!
Atravesó corriendo toda la tienda, envuelta en un albornoz de mangas enormes hasta llegar donde estaba M.
– ¿Pero no te has dado cuenta de que está deforme? ¡Mira qué mangas tiene! Me va a sobrar por todas partes.
– Ya, M. Pero así tendré a qué abrazarme cuando tu no estés.